Relato: "Los números impares"


LOS NÚMEROS IMPARES



Saludo tu silencio. Lo saludo como saludan las madres a los niños cuando regresan de algún viaje. Ya son dos años, dos meses y tres días. Y más que parecerse a una condena, me parece que sueño un gris fotograma. Una cierta película retórica cubierta de melancolía. Una especie de filme al estilo de los viejos monoculares, que dejaban mirar el universo teatral ante sus ojos. Lo sé, el miedo me devuelve a la vida de los números impares, de las palabras afónicas y brutalmente quietas como ese verso suelto, que por más que se lo proponga no encuentra su rima, ni su hueco en este deshecho mundo.

Hoy contemplo las horas que se pasean curiosas como parejas, en medio de la calle, sorteando bandadas de sombrillas, escaparates mudos como fotografías en verano. Las miro, dejando su huella en la arena miedosa y fría de las avenidas, ruidosas como locomotoras de vapor, henchidas de carbón y sucio viento. Es tiempo de mirar atrás decían los mayores. Todavía recuerdo el sabor nostálgico de las cartas que escribía mi padre, desde el cuartel de Ferrol, mientras hacía el servicio militar, hasta la calle María Auxiliadora, número 4, dirección de mi madre. Tan sólo un pequeño bufón de juegos infantiles era yo cuando descubrí en el fondo de la cómoda aquellas cartas sepias, envueltas con cariño por un lazo marrón, de esos que sirven para adornar regalos. Me gustaba curiosear mientras escuchaba con voz dulce y cansada a una hermosa señora decirme que saliera de su habitación e hiciera los deberes. Así era yo. Un curioso y menudo crío de apenas siete años entre las sábanas de un lejano lugar llamado Ayer.

Sé que donde estás no puedes verme ni hablarme ni tan siquiera reírte de mí, como sin decir nada, como se ríen las palabras de las voces que nunca escuchan. Sé que dirás que no es bueno que me acuerde tanto de ti. Que te busque en días sin apenas tiempo para que me encuentres. Perdona mi insistencia pero recuerda también mi cabezonería. Solía pasarme horas y horas observando tu rostro. Tu imagen de sustancia blanquecina, de algodón inmaterial, que tanto te molestaba que te dijeran. Ya sabes que los cuentos nunca encuentran sus finales hasta que los lee un niño. Por eso siempre intentaba mirarte desde joven, tratando de encontrar un final a tu vida, una especie de gruta que llevaba al baúl de los tesoros escondidos.

Y sin embargo, aprieto los dientes contra el mundo. Resisto en mi universo de moléculas rotas hasta que una mañana, como hoy, de invierno, regreso para encontrarte. A veces, ya sabes que da igual que sean las dos o las tres de la mañana…siempre trato de hallarte entre penumbras. Mis pasos tan temerosos como siempre te asedian incluso cuando quiero ocultarme de todos o tomarme de un golpe ese frasco de Idalprem que escondo en el cajón de la cocina. Aunque no seas consciente, me has salvado de tantas y continuas sensaciones de humo en que respiro. Por eso, no sé dejar de verte, de mirar en las páginas de un libro. No sé dejar de ser sin el mundo fugaz de tu presencia.

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